lunes, 19 de enero de 2009

REBAGLIATI MARTINS



Cuando conocí a Edgardo la fiebre por la autodestrucción corroía mi cuerpo. Una danza de ácido acetilsalicílico se daba de manera ruinosa en mi estómago. No fuí de manera común y corriente a su encuentro. A pie o en bus, no. Yo llegué en ambulancia y las luces nocturnas me envolvían los ojos con telas hechas de alas de murciélagos. Mis ojos deformaban su patético esplendor. Mi cuerpo mantenía la dureza de una bisagra recién salida del horno, la forma también. Biombos morados sacudían su escarcha en mi rostro y luces millonarias iluminaban la unidad de cuidados intensivos. Estas luces explotaban de mis manos. Cuando conocí a Edgardo no le dí importancia a sus ambientes enigmáticos y solitarios, no lloré al pasar por sus habitaciones olvidadas por familiares cercanos, tampoco suspiré de cansancio al ver uniformes blancos destelleando a la luz de una mañana lavada en tabla y con detergente.





Simplemente no estaba preparada. Yo solo buscaba con lengua sedienta galones enteros de caricias y mimos comprados con visa o mastercard, no sabía que Edgard solo tenía cuenta en el banco de la nación y que incluso años después me imputarían una deuda a su nombre en mi piel. Como un tatuaje hecho de tinta soluble en aguarrás. Así me ardieron sus piruetas.
Sus interiores me absorbieron con la fuerza de un pulpo, sí, a ese mismo pulpo me subieron a la fuerza a los 4 años, pero eso fue diferente, era un juego para adultos de 4 años. Los cordones entraban y salían de mi cuerpo como vasos comunicantes entre Edgard y yo. Él me daba la sabiduría para limpiar mi cuerpo y yo a cambio le proporcionaba llantos que gritaban su nombre en un cuarto lleno de locos, mocos, tripas muertas y pulmones podridos. Ahora creo que Edgard los escuchaba pero ya estaba acostumbrado a no hacerles caso. Eran gritos que aún permanecen viajando en ondas por los músculos de mi cuello, solo se disipan cuando mediante celulas acuosas se descuelgan de mis ojos y van a parar a mi almohada.