miércoles, 21 de enero de 2009

Shhhhh no se lo digas a nadie

No te movías, estabas muerta. De espaldas. Solo se te veía la espalda, sudorosa, temblando. Así te dejé a los doce años. No me despedí de ti porque sabía que podía verte en cualquier reunión familiar, cualquier pretexto para tenerte. Mirarte a los ojos se me hizo difícil luego. Tu mirada cambió. Nada fue igual, nunca lo es.

No te miento cuando digo que por las noches me asalta el rumor de tus quejidos. Yo no puedo aliviar la pérdida del brillo en tus ojos, revestidos de blanco como tu vestidito, porque de entre mis piernas aún emana un olor putrefacto que me atormenta. Han pasado muchos años y es inútil.

Inútil es recuperar la sangre perdida en la matanza de mis doce hijos y en las innumerables palizas que te di.

Mi madre me prohibió hablarte y hasta me golpeó cuando mencioné tu nombre. Por favor que alguien me explique qué significa abrirse de piernas a los seis años. Si tan solo me lo hubiesen explicado. No tengo rencor. No hay resentimientos, pero sí hay un vacío como cuando te extraen el útero. Voy a los doctores y no me hacen caso. Una orden médica coherente por favor señorita, no podemos extraer órganos porque se nos da la gana. A veces pienso que todos me maltratan y que es mi deber guardar en una caja de loza todas mis lágrimas. Mi madre me golpeó y ahora que bota sangre no me importa. Utiliza mucha sal en las comidas porque no quiere darme a probar de su torpeza.

Nadie te programó. No somos de las parejas que salen en los reclames de televisión comprando casas de campo y compartiendo la mantequilla. El condón se rompió y naciste. Mi cuerpo te escupió a los gritos diarios, los golpes que me daba tu padre nunca me dolieron en realidad. Mis manos sobre tu piel. El cordón de la plancha aún caliente sobre tus piernas. Déjame en paz, no me perdones que solo quiero irme. Ya es tiempo.

Veo una mujer abandonada en un colchón maloliente. Llena de pústulas alrededor del ano y la mierda que se le avecina por la boca. Sus pies hinchados. La piel cuarteada y unas sandalias que sólo conocen el camino al mercado. No entiendo por qué me siento ajena. La terrible disyuntiva del resentimiento y la compasión. No te necesito es lo único que pienso.

Mi amada. Cierra tus ojos ya. Escucha la cadencia del aire. Mis pasos son lentos. Las hojas se mueven. Sé que el otoño no existe en esta ciudad pero intenta. Lo crearé para ti con la esperanza de amarte por siempre.

lunes, 19 de enero de 2009

REBAGLIATI MARTINS



Cuando conocí a Edgardo la fiebre por la autodestrucción corroía mi cuerpo. Una danza de ácido acetilsalicílico se daba de manera ruinosa en mi estómago. No fuí de manera común y corriente a su encuentro. A pie o en bus, no. Yo llegué en ambulancia y las luces nocturnas me envolvían los ojos con telas hechas de alas de murciélagos. Mis ojos deformaban su patético esplendor. Mi cuerpo mantenía la dureza de una bisagra recién salida del horno, la forma también. Biombos morados sacudían su escarcha en mi rostro y luces millonarias iluminaban la unidad de cuidados intensivos. Estas luces explotaban de mis manos. Cuando conocí a Edgardo no le dí importancia a sus ambientes enigmáticos y solitarios, no lloré al pasar por sus habitaciones olvidadas por familiares cercanos, tampoco suspiré de cansancio al ver uniformes blancos destelleando a la luz de una mañana lavada en tabla y con detergente.





Simplemente no estaba preparada. Yo solo buscaba con lengua sedienta galones enteros de caricias y mimos comprados con visa o mastercard, no sabía que Edgard solo tenía cuenta en el banco de la nación y que incluso años después me imputarían una deuda a su nombre en mi piel. Como un tatuaje hecho de tinta soluble en aguarrás. Así me ardieron sus piruetas.
Sus interiores me absorbieron con la fuerza de un pulpo, sí, a ese mismo pulpo me subieron a la fuerza a los 4 años, pero eso fue diferente, era un juego para adultos de 4 años. Los cordones entraban y salían de mi cuerpo como vasos comunicantes entre Edgard y yo. Él me daba la sabiduría para limpiar mi cuerpo y yo a cambio le proporcionaba llantos que gritaban su nombre en un cuarto lleno de locos, mocos, tripas muertas y pulmones podridos. Ahora creo que Edgard los escuchaba pero ya estaba acostumbrado a no hacerles caso. Eran gritos que aún permanecen viajando en ondas por los músculos de mi cuello, solo se disipan cuando mediante celulas acuosas se descuelgan de mis ojos y van a parar a mi almohada.